La globalización financiera de las últimas décadas ha moldeado la configuración productiva de los países, ha aumentado su exposición a shocks externos y ha generado interdependencias entre los regímenes regulatorios (impositivos, laborales, financieros) y macroeconómicos (fiscales y monetarios). Sin mecanismos de gobernanza global que compensaran el margen reducido de la política doméstica, constreñida por la liberalización de los flujos de capital, los procesos de integración han propiciado la acumulación de desequilibrios, han inflado el peso del sector financiero y han tendido a aumentar la desigualdad. Si bien la Unión Europea ha acompañado su integración económica con instituciones del mismo alcance que el mercado, su arquitectura incompleta supuso una importante fuente de vulnerabilidad durante la gran crisis financiera. En contraste, la respuesta a la crisis de la COVID-19 puso de manifiesto la capacidad de los Estados para garantizar ingresos, movilizar recursos y dirigir los asuntos colectivos. La pandemia también subrayó las carencias de una globalización sin redundancias productivas ni autonomía estratégica. En la fase desglobalizadora que se abre, la tensión entre las interdependencias en una economía globalizada y las pugnas geopolíticas se acentúa con la sucesión de shocks solapados (económico, sanitario, bélico y climático), que dificultan la cooperación.