Después de más de 40 años tras el final de la dictadura argentina (1976-1983), la
huella de la violencia extrema todavía está latente en la memoria social argentina, que
ha calado igualmente en las segundas generaciones de la dictadura, quienes se han visto
en la necesidad de cuestionar el discurso y los silencios que entretejen y conforman el
legado dictatorial, para poder evocar, (re)pensar e interrogar su pasado e inscribirlo
dentro de un relato. En el caso de Lola Arias y de los protagonistas de Mi vida después,
estamos ante hijas e hijos de la dictadura argentina que abogan por un proceso de
asimilación y reinterpretación de todos los discursos heredados, de todas las versiones
asumidas (por muy contradictorias que sean entre sí muchas veces), para poder verbalizar
sucesos silenciados intencionalmente de un pasado traumático. En un intento proteico por
dar espacio sobre la escena a todos los discursos/narraciones/objetos/archivos
heredados, estos se van reescribiendo, reinterpretando y reconstruyendo en un gerundio
imposible de cerrar, al encuentro de una polifonía de materiales y voces, con la firme
finalidad de construir un puente entre el hiato existente entre el presente y el pasado,
para que así el presente (y por ende, el futuro) pueda ser más entendible a través de un
recuerdo (que bien pueda ser mediado o ficcional).