“…El sistema universitario a nivel mundial ha experimentado profundas transformaciones en las últimas décadas, entre las que se destacan niveles crecientes de interdependencia entre las entidades educativas; una adaptación cada vez mayor de las decisiones, comportamientos y prácticas internas a los requerimientos del mercado; niveles cada vez más feroces de competencia entre las entidades educativas por la obtención de recursos físicos, financieros y humanos; y una preocupación cada vez mayor por la eficiencia en las operaciones y la rendición de cuentas (Blaschke, Frost y Hattke, 2014;Bradshaw y Fredette, 2009). Estos cambios se han traducido en nuevas presiones y desafíos para los académicos en las universidades, entre los que se incluyen requerimientos más elevados de productividad científica, formación académica y pedagógica e innovación tecnológica (García, Iglesias, Saleta y Romay, 2016;Unda, Uribe, Jurado, García, Tovalín y Juárez, 2016;Watts y Robertson, 2011). En este sentido, numerosos autores reconocen que las elevadas demandas cognitivas (las que se derivan del desempeño de tareas complejas, que requieren altos niveles de concentración y precisión) y emocionales (las que emergen de los requerimientos de interacción y vinculación emocional con diferentes actores, tales como estudiantes, directivos, colegas y subordinados) a las que deben hacer frente los académicos durante el ejercicio de su rol han convertido la profesión académica en una ocupación muy estresante (Fredman y Doughney, 2012;Kinman y Wray, 2013;Llorens, Cifre, Salanova y Martínez, 2003a;Llorens, García-Renedo, Salanova y Cifre, 2003b;Mudrak et ál., 2017;Salanova, Martínez y Lorente, 2005).…”