RESEÑAS 249 Mariano de la Campa ("El Diálogo de las lenguas bajo la erudición del siglo xix", pp. 35-57) completa este panorama al trazar los hitos prin-cipales de la obra a lo largo del siglo xix, donde desfilan los nombres de Clemencín, Fernández de Moratín, pero muy especialmente Bar-tolomé José Gallardo, a quien debemos muchos avances respecto a las distintas noticias sobre los manuscritos coetáneos. Francisco Javier Satorre Grau ("El Diálogo de la lengua de Juan de Valdés y la gramática de su época", pp. 59-81) sitúa, con economía y mucha claridad, las piezas clave del diálogo valdesiano desde una perspectiva coetánea: no es una gramática y más bien se desprecian las reglas en aras de los usos y costumbres; su proyección didáctica es amplia, pues los tres interlocutores ofrecen diferentes visiones de mundo (Pacheco, el hispanohablante no ilustrado; Corioliano, el italiano que apenas aprende la lengua; Marcio, el italiano culto que conoce la lengua), por lo que las preguntas pueden ir desde lo más elemental hasta lo más complejo; su perfil anecdótico convierte el Diálogo en una obra con la que Valdés respondía a las dudas de su círculo de amistades y, en ese sentido, es como debemos leerlo hoy. El último estudio, a cargo de María Teresa Echenique Elizondo ("En torno al Dialogo de la lengua y la presente edición", pp. 83-92), ofrece un apretado estado de la cuestión que muestra la vigencia del diálogo de Valdés y que sirve de preludio para explicar la situación en la que se concibe esta edición. La edición del Diálogo de la lengua de Rafael Lapesa representa, como trabajo colectivo y homenaje, una deuda de amor y de respeto académico saldada por su discípulos; pero más allá de la anécdota que le da origen, sus aportes son palpables: un nuevo texto críti-co que recupera las lecciones originales del manuscrito de Madrid a través de los ojos de uno de nuestros principales historiadores de la lengua, el rescate de sus notas y el agregado de estudios originales que vuelven sobre los grandes temas del Diálogo. Valdés, sin duda, fue un enamorado de la lengua española; era justo que Rafael La-pesa, de quien no podemos decir menos, cumpliera su promesa de entregarnos una edición que superara a la del joven académico que fue en 1940, incluso después de su partida.