“…El trabajo femenino y su contraparte, la inactividad, se definen con base en una doble dimensionalidad, consecuencia y prolongación de una división funcional entre las esferas del trabajo productivo y reproductivo: el remunerado, generalmente extradoméstico, y el no remunerado, realizado al interior de los deslindes del predio, conceptualizado como no trabajo y, como tal, invisibilizado por las estadísticas oficiales (Bergesio, 2006;Alario et al, 2008;Camarero, 2008;Willson y Valdés, 2013). En su dimensión subjetiva, por un lado, está marcado por una tradición y cultura que considera las aportaciones domésticas como parte de una economía no monetaria más vinculada al consumo que a la producción de bienes y servicios, pese al rol que las mujeres desempeñan en el bienestar familiar (Batthyány, 2015;Selamé, 2004;Arriagada, 1990), y por otro, estos mismos estereotipos de género matienen la idea de que los ingresos femeninos con ocasión del trabajo remunerado constituyen rentas complementarias y menos importantes que las aportadas por el varón (Alario, 2004;Alario y Morales, 2016). Por su parte, la dimensión objetiva se delimita por el cumplimiento de horarios, la existencia de un contrato, la generación de renta y la especificación de funciones por parte de un tercero: obligación, control y salario que excluyen toda aquella actividad que, si bien no produce ingresos, requiere esfuerzo, dedicación y tiempo, atributos inherentes al trabajo doméstico que realizan las mujeres inactivas (Torres, 1989;Alario et al, 2008).…”