El psicoanálisis y el cine son coetáneos: aparecen como dos técnicas inéditas vinculadas con la escucha y con la imagen. Uno, el psicoanálisis, se sostiene en una nueva forma de atender el sufrimiento humano y es, por lo tanto, una técnica mayormente inmaterial, pese al organicismo médico del cual surge; el cine, por su parte, es posible mediante el desarrollo de los medios físicos para capturar el movimiento (la fotografía había ya hecho lo propio con la imagen varias décadas atrás). Los límites de uno y otro confluyeron poco tiempo después de su emergencia, especialmente cuando el psicoanálisis se asignó el estudio de las imágenes oníricas y el cine alojó la palabra, primero escrita y luego sonora. Ambos, psicoanálisis y cine, son dispositivos para construir sentido narrativo, aunque esto no debe entenderse como coherencia biográfica, pues el psicoanálisis y el cine son montajes biográficos y, como todo montaje, tienen una cuota importante de arbitrariedad. En otras palabras, direccionan la narrativa humana sin completarla nunca. Ni la palabra en el psicoanálisis ni la imagen en movimiento del cine pueden comprometerse con la ambición de totalidad.