Tras sus inicios en 1391, el denominado “problema converso” protagonizó un desarrollo que culminó con el establecimiento de la Inquisición en 1478 por Sixto IV, durante el reinado de los Reyes Católicos. Entre medias, se había producido un acontecimiento clave para la opinión que se tenía de los conversos: la revuelta de Toledo de 1449, tras la cual las cosas nunca volvieron a ser las mismas para los cristianos nuevos, debido al surgimiento de un clima de exaltación religiosa, de un antisemitismo emocional. A partir de ese momento se hizo evidente el rechazo de muchos cristianos viejos hacia los judeoconversos, que tuvo mucho que ver con el establecimiento de la Inquisición. Se reflejó en la documentación inquisitorial, singularmente en los procesos, en los que los cristianos viejos toman la palabra para expresar la opinión negativa que les merecen los conversos. A ellos se unen frecuentemente los judíos. Incluso, se puede observar cómo algunos cristianos nuevos también muestran su opinión negativa hacia otros conversos, aunque no hay que descartar que lo hagan con la intención de congraciarse con los inquisidores, de presentarse como fieles y leales cristianos, frente a los que son criptojudíos. Esa opinión anticonversa documentada en los procesos inquisitoriales muestra la existencia de un rechazo poliédrico hacia los conversos, con los cristianos viejos como protagonistas fundamentales, aunque no únicos. Cierto es que cuando se trata de la cuestión conversa no se puede olvidar la otra cara de la moneda: la evidente existencia del rechazo no puede ocultar la presencia de un proceso de asimilación, también evidente.