Europa en el siglo XIII asiste a un período de relativa calma carac- terizado por un crecimiento constante, consolidado por progresos en la agricultura y en la artesanía. En las áreas urbanas el nivel de especialización de las artes y profesiones crece gradualmente a tra- vés del comercio internacional. La monetización de la economía, además, facilita los cambios entre países en que circulan libre- mente monedas de oro, de plata y de otras ligas inferiores. Un reco- rrido común une Italia a la Provenza y a los países de la lengua de oc además a Cataluña y al resto de la península ibérica. Al Norte, las ciudades Hanseáticas —con su incesantes y frenéticas activida- des portuarias— ven un formidable desarrollo que las habría lle- vado a gozar de privilegios y riqueza1.
El intercambio alcanza un nivel tal que transforma, aunque len- tamente, las técnicas navales, las vías de transporte y el urbanismo2.
En este mundo interconectado de viajes y negocios3, el dinero comienza a cambiar su función generando un sistema integrado de bancos, tremendamente innovador en Florencia4, con una densa red de agencias y sucursales en Europa y el Cercano Oriente5. Esos ban- cos emiten las primeras “letras de cambio” que conducen a una nueva forma de transacciones financieras6.
Todo este progreso es sustentado por una alta tasa de natalidad que permite tener una reserva casi infinita de mano de obra. Esta situación es estimulante para la economía y engendra un circuito de distribución comercial imponente. Tal tendencia positiva semeja prolongarse hasta los primeros años del siglo siguiente, tanto que “el occidente da la impresión de haber alcanzado su plenitud”,7 a pesar de ya estar presentes algunas prácticas y contradicciones que habrían contribuido a la grave crisis del siglo XIV8 con el aún más dramático epílogo de la peste negra9.
No es accidental en esta época la reflexión ética sobre el valor y los peligros intrínsecos de las alteraciones monetarias, hechas por los soberanos a través de una política agresiva de señoreaje, así como sobre la legitimidad de las tasas de interés y la necesidad de herramientas de seguros une a muchos juristas, filósofos y teólo- gos. Precisamente gracias a estas reflexiones se comienza a sentir una nueva tensión entre la autonomía del análisis de los hechos económicos y el arraigo aún fuerte a una perspectiva teológica. Antes de que los dos caminos paralelos de la ética y de la economía se formaran con sus lenguas aparentemente distantes, presencia- mos la formación de un “proto-empirismo” entre la legitimidad de los intereses individuales y la primacía de los principios generales de la comunidad.
En ese contexto, de hecho, parece claro cómo, aunque con meto- dologías que habrían evolucionado de manera diferente en el tiempo, tanto la ética como la economía tenían el mismo propósito común. La necesidad de normas y valores compartidos no entra en conflicto sino que se integra armónicamente con las necesidades intrínsecas y extrínsecas de la acción económica. Esta, en primer lugar, es el resultado de una elección entre opciones y, por lo tanto, presenta su propio objeto identificado e identificable en esa dimen- sión cultural y dialógica donde la racionalidad ética y la racionali- dad económica se ponen al servicio del bien común10.
Esa unión comprensiva considera primaria la optimización de la acción en un contexto de responsabilidad universal. En una rela- ción concretamente activa, la búsqueda de una unidad superior parece ser la piedra angular de toda construcción filosófica. Esa unidad orgánica no es un impedimento para el ejercicio de la racio- nalidad, sino una apertura trascendente que no se limita a la dimensión material pura del acto económico.