Aunque, en principio, la justicia global no requiera de fronteras abiertas, en la práctica impone restricciones significativas a cómo los Estados pueden ejercer su derecho de exclusión. En primer lugar, los Estados ricos tienen la obligación primaria de asistir a las personas pobres en sus países de origen, y solo una obligación secundaria de acoger a aquellas que no pueden ser asistidas donde viven. En segundo lugar, el empleo de la coacción debe ser proporcional al objetivo perseguido, de manera que solo en situaciones de riesgo inminente, directo y grave están justificadas las restricciones a la inmigración. En tercer lugar, cuando sea necesario limitar el acceso, dicha limitación debe ser parcial y temporal. Los Estados deben procurar vías de tránsito alternativas y restablecer la libertad de circulación lo antes posible.