Atestiguamos momentos complejos ya que múltiples peligros entrelazados amenazan la vida en todas sus dimensiones. Los impactos de las crisis climáticas, financieras, sanitarias, migratorias, energéticas, culturales, políticas o comerciales, son motivo de alarma generalizada. Lo que se había denunciando desde abajo décadas atrás parece ser aceptado ahora por las élites: el modelo civilizatorio dominante de los últimos trescientos años no es sostenible. Como humanidad estamos emplazados a encontrar soluciones.Reformistas, revolucionarias, evolucionarias, regenerativas o de la forma que sean, pero se requieren alternativas. ¿La buena noticia? Las soluciones existen y ya están en curso. En esta edición de la Revista Verde podrán encontrar algunas de ellas. Pero antes, permítaseme una breve referencia autobiográfica.Nací en el sureste de México en una región tropical que en ese momento era una especie de experimento de la revolución verde. Un megaproyecto estatal de desarrollo rural financiado por organismos internacionales se presumía como el futuro granero del país. La preocupación era social y económica: alimentar a los millones que en poco años se habían desplazado del campo a la ciudades y generar empleos productivos en el campo. Era la época del desarrollismo en nuestros países de América Latina. Al desarrollo, ese gemelo bueno del capitalismo, se le agregaba algún apellido tal como económico, industrial, rural, urbano, energético, de infraestructura o social y era aceptado con beneplácito.Hoy sabemos que la producción de alimentos es responsable de un cuarto de la emisión de gases de efecto invernadero, que la mitad de la tierra habitable y el 70% del agua dulce global es destinada para la agricultura (Ritchie y Roser, 2022). Tenemos más consciencia de los límites planetarios, pero en aquella época, los impactos ambientales eran casi imperceptibles para las mayorías. Pocos cuestionaban la ampliación galopante de la frontera agrícola y ganadera. En mi región, donde siempre había existido una selva, ahora se cultivaba arroz, pastaba ganado o se plantaba algo para la industria farmacéutica o para la exportación. Esto además, se veía como algo deseable o incluso como un triunfo de la técnica y el ingenio humano. En esa cuenca que posee más del 30% del agua dulce del país, la agricultura convencional convivía con un importante boom de la actividad petrolera. Era cuestión de tiempo para resentir los efectos de estas industrias sobre las personas y sobre el medio ambiente (sí, aún solíamos hacer la distinción entre ambos).Este tipo de procesos destructivos se venía dando en muchas partes del mundo, particularmente en los trópicos, pero los impactos ya eran globales.