Estamos por cumplir un año que se declaró la Emergencia Sanitaria Nacional por la pandemia de covid-19. Todos nos hemos visto afectados de alguna manera, pero quienes trabajamos con pacientes que padecen trastornos de la conducta alimentaria, una población particularmente vulnerable, hemos sido testigos del gran impacto que esta crisis global ha traído a sus vidas. El trastorno de la conducta alimentaria y la pandemia de covid-19 se han combinado para traer la tormenta perfecta. Las alteraciones en las rutinas diarias, como por ejemplo de compra o consumo de víveres, de sueño o de ejercicio, el miedo a enfermar, la incertidumbre, la previa mala relación con la comida en una época de inseguridades alimentarias o de compras exageradas de pánico, además del aislamiento inherente a los esfuerzos de distanciamiento social y la vulnerabilidad económica agregada, han venido a imponer todavía más obstáculos en el acceso a tratamiento, el sostenimiento de las redes de apoyo y a incrementar importantemente la sintomatología alimentaria y de ansiedad de quienes los padecen. El impacto en los centros de atención a pacientes con estas enfermedades ha sido mayúsculo, y tanto consultantes, como familiares y profesionales se han tenido que ir adaptando a intervenciones virtuales e híbridas para poder sostener el nivel de atención.