Tras una introducción histórica en la que se describe el contexto espiritual y teológico en que se mueve Fray Luis de Granada, el A. desarrolla su visión en torno al quehacer teológico y a las dos formas principales de hacer teología (teología escolástica y teología mística). En el contexto histórico, Huerga destaca las relaciones de Fray Luis con el Colegio de San Gregorio de Valladolid y el juicio que su figura de teólogo le merece a Gonzalo de Arriaga. En este contexto, se destaca la acertada visión que Cano tiene de la posición de Fray Luis ante la teología, y el desacertado juicio que el mismo Cano emite en torno a esta posición. En efecto, según Cano, la Iglesia podía reprender gravemente a Fray Luis el hecho de «que pretendió hacer contemplativos y perfectos a todos, y enseñar al pueblo en castellano» y, por lo tanto, hacer la teología asequible a todos. Sin embargo, aquí radica justamente la grandeza de Fray Luis: haber sabido destacar el carácter sapiencial de la teología y su universalidad, haber distinguido coherentemente entre teología especulativa o escolástica y teología afectiva o mística, y haber sabido sintetizar los rasgos esenciales de ambas, poniendo de relieve que el principal maestro de esta última es el Espíritu Santo.
El autor, perito del Vaticano II, siguió de cerca la marcha del Concilio desde su cátedra romana en el Angelicum. Conocedor del ambiente teológico conciliar, defiende la buena preparación técnica de los teólogos españoles, sobre todo en eclesiología. Discute el criterio historiográfico, muy extendido entre los historiadores, según el cual habría que clasificar a los teólogos conciliares y postconciliares en dos grandes clases: los renovadores (que trabajarían sobre todo desde la experiencia situacional) y los tradicionalistas (que apostarían por la tradición teológica y la atención a las directrices magisteriales).
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