La mayoría de las obras que se han dedicado a analizar el arte de la guerra en la Edad Media se han centrado exclusivamente en el análisis de la más o menos amplia panoplia de recursos bélicos que los dirigentes tuvieron a su disposición para la consecución de sus objetivos políticos. Así, el armamento, las tácticas, las estrategias, la logística, los sistemas de reclutamiento, la composición y organización de los ejércitos, las obligaciones militares, los mecanismos de financiación de las campañas o el valor personal, entre otros temas, han sido objeto de la atención de los especialistas como si de la interacción de todos aquellos factores militares pudiera desprenderse el conocimiento global de un conflicto dado y las claves de su resultado final, ignorándose, en cambio, la intervención y la transcendencia de otros mecanismos no estrictamente bélicos, pero capaces de determinar el curso de un enfremamiento.En este sentido, resulta sorprendente la nítida distinción que en muchas ocasiones se realiza entre la guerra y la política, entendidas como ámbitos de actuación perfectamente disociados. Parece que los historiadores del hecho bélico, apegados al campo de batalla, han evitado llevar a su terreno de estudio una de las conclusiones fundamentales que los tratadistas militares vienen repitiendo, al menos, desde el primer tercio del siglo XIX, y es que la guerra y la política forman una unidad sustancial desde el punto de vista estratégico.
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