En esta dirección es importante recordar que las emociones han sido abordadas a lo largo de la historia por distintas disciplinas como la biología, la filosofía —desde los griegos—, el psicoanálisis —en especial freudiano—, la psicología —conductista, cognitiva y positiva—, la sociología, el análisis facial de las emociones, la neurociencia afectiva y la educación. Aun así, por mucho tiempo las emociones fueron consideradas como irrelevantes y accesorias, motivo por el cual había que ignorarlas, e incluso reprimirlas. Desde el contexto escolar la tendencia fue la misma, es decir, se creía que había que excluirlas porque la escuela estaba encargada del pensamiento y el aprendizaje. Se pensaba que las emociones no tenían nada que ver con los procesos cognitivos (Buitrago & Herrera, 2013), motivo por el cual era impertinente permitir su presencia en las aulas. Desde luego, y por fortuna, esta perspectiva se ha modificado con los años, en primer lugar, por el creciente incremento de resultados de investigación, los cuales aumentaron desde que en 1990 se publicó un artículo académico de Peter Salovey y John Mayer, en el que se desarrolló el concepto de inteligencia emocional [IE], lo cual sirvió de base para el fortalecimiento del constructo (Buitrago, 2012); pero también, desde la perspectiva del público en general, cuando en 1995 Daniel Goleman publica su best seller, Inteligencia Emocional.