Entre 1950 y 1980, la arquitectura moderna en El Salvador se consolidó y produjo algunas de sus obras más emblemáticas a través de dos tendencias. La primera puede denominarse racionalista estructural, y se fundamentó en las cualidades del hormigón armado, así como en el desarrollo de envolventes para la protección solar, cáscaras, paraboloides y la integración plástica de murales y otros elementos artísticos. La segunda fue la orgánica, interesada en la recuperación de lo vernáculo y la integración a la naturaleza a través de un lenguaje wrightiano, el paisajismo y el desarrollo de geometrías más complejas. Estas aproximaciones diferenciadas develaron una gradual dinámica de adaptación del lenguaje moderno a las condiciones particulares del país, en términos ambientales y tecnológicos. También evidenciaron la permeabilidad a la influencia internacional a través del trabajo de extranjeros y de salvadoreños formados en el exterior. Finalmente, sobresalió el papel protagónico del Estado como promotor de la arquitectura moderna. Todo ello puso en valor un ejercicio de asimilación consciente de la Modernidad que, sin embargo, no alcanzó a establecer un diálogo con los códigos mundiales y latinoamericanos, lo que sigue siendo una tarea pendiente para la práctica contemporánea.