Tocqueville es consciente de que el proceso de individualización que acompaña a las sociedades modernas erosiona la cohesión social. Tiene claro que el aparato institucional no garantiza por sí solo que los individuos en las sociedades modernas salgan del círculo de sus intereses privados y se sacrifiquen en aras del interés común, sobre todo, cuando el poder, agazapado a la sombra del individualismo democrático, mueve los hilos para que los individuos confundan su seguridad con la inacción política y la paz social con la paz de los cementerios. Si se quiere mantener el espíritu público en las democracias modernas habrá que encontrar herramientas capaces de infundir en los sentimientos y en la razón de sus ciudadanos los principios morales de un humanismo cívico, capaces de generar el interés por la «res publica». Tales son el interés bien entendido y la religión.
Así, aunque en el plano personal las argumentaciones racionales acerca de la veracidad de las creencias cristianas no le sirven para creer en el Mesías crucificado, como sociólogo llegará al convencimiento de que la religión cristiana es necesaria para el desarrollo de una sociedad democrática que permita el pleno desarrollo de la libertad política y existencial de sus ciudadanos.