Esta intervención es –en definitiva–, el trabajo que hubiéramos preferido no tener que hacer jamás. Realizarlo significó sin embargo poner en escena lo acontecido un mediodía de la primavera de 1976: el brutal ataque a una casa de familia donde funcionaba la imprenta clandestina de una “organización declarada ilegal”.Mientras gran parte de los esfuerzos de la dictadura se orientaban a no dejar rastro del genocidio perpetrado, una casa de barrio guardaba silenciosamente las huellas de uno de sus tantos crímenes.Entonces, cómo contribuir a lo que la casa ya hacía, por el simple hecho de seguir existiendo: comunicar el horror de haber sido motivo y escenario de una masacre.¿Cómo no diluir con trabajos de restauración el testimonio de dolor y de muerte? ¿Cómo, por otra parte, evitar que el tiempo vaya borrando las marcas que activan la memoria y reemplazando el dolor por indiferencia y olvido? ¿Cómo imaginar lo inimaginable potenciando una escena acontecida más de tres décadas atrás?Estos son, entre otros, los problemas que se presentaron ante nosotros. Éticos en tanto planteaban la necesidad (el “deber”) del hacer, de reconstruir un espacio simbólico amenazado por su destrucción material; y estéticos, en tanto se debían tomar decisiones que necesariamente transformarían la escena del crimen, reformulando las percepciones de la casa como sitio de memoria, desde una actuación disciplinar.
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