THE LIMITS OF MORAL CONSTRUCTIVISM.John Rawls' work on the theory of justice is considered to be largely responsible for the revival of political philosophy in the English-speaking world. His philosophical method, which he labelled moral constructivism, basically established a suitable connection between a particular conception of the person as a rational agent and a series of principles of justice which are agreed upon by means of a procedure of public reasonable deliberation (Rawls 1980: 516). Rawls' purpose was not to identify the ideas of justice held by a recognisable social group, nor to extricate the roots of moral reasoning and motivation, but rather to establish a set of valid and defensible criteria about justice. The subsequent philosophical debate in the North-American academia between the so called liberals and communitarians developed as a disagreement on the logic of moral foundation and on the ontological priority between the ideas of the good and the right. The question was not the freedom of the individuals to determine and pursue their moral goals, but the shared meanings that confer sense to a given set of social norms and to human action in general.The discussion on multiculturalism and on the moral duty to recognize the differences which are deemed central to the dignity of the person relied on the same basic terms as the liberal-communitarian debate, but it introduced a new element, namely the consideration of culture as a condition of possibility for moral agency. By replicating the old Hegelian critique of Kantian philosophy, communitarians and multiculturalists emphasized the experiences provided by socialisation within concrete and stable cultural structures as a prerequisite for
La historia convencional de las ideas políticas suele presentar la ciudadanía como el núcleo del legado igualitario de la revolución francesa. La nacionalidad, por el contrario, aparece poco menos que como un lastre culturalista introducido por los románticos alemanes en el programa racionalista de la Ilustración 1 . La ciudadanía permitía la participación política directa en una sociedad recién liberada de las mediaciones del estamento, la casta, el gremio o el parentesco. La pertenencia nacional aportaba un bien de índole distinta: arraigo y tradición frente al vértigo de la historia. Detrás de cada una de estas corrientes latía, sin embargo, una concepción distinta de la política y, en últi-ma instancia, del conocimiento humano. La concepción francesa hundía sus raíces en el contractualismo individualista e ilustrado del siglo XVIII. La alemana, en el organicismo romántico de la Restauración del XIX. El pensamiento conservador vio en el ser humano una criatura esencialmente constituida por las emociones, la fe y la costumbre incapaz de servirse de la razón para el refreno de sus apetitos. El progresismo de las Luces, por el contrario, vislumbró un sujeto emancipado de la superstición llamado a construir su futuro colectivo bajo el norte de la razón. El Estado, la sociedad y, en última instancia, la felicidad humana debían ser fruto del acuerdo general de intereses en el contrato social y del intercambio equitativo de bienes en el mercado 2 .Estas diferencias de talante político no sólo tenían una raíz geográfica, sino también una genealogía filosófica propia. Como es sabido, el programa idealista que arranca con Kant ubicó en el plano trascendental del conocimiento la solución a las críticas de Hume y del empirismo en general contra la noción de substancia. Parece evidente que una filosofía política asentada sobre principios gnoseológicos kantianos difícilmente se prestaba a algún tipo de emotivismo nacionalista. Es más, como ha recordado Ernest Gellner, "Kant veneró lo que de universal hay en el hombre, no lo específico, y ni que decir tiene que tampoco lo culturalmente específico. En tal filosofía no tiene cabida la mística de la cultura idiosincrásica. De hecho, apenas la RESUMEN: Este texto explora la dimensión narrativa en la construcción simbólica de los imaginarios nacionales. Para ello analiza las condiciones de inteligibilidad de los relatos historiográficos, su afinidad estructural con los relatos de ficción, así como el papel de los dispositivos narrativos en la capacidad perlocucionaria de las ideologías nacionalistas. NARRAR LA NACIÓN Francisco Colom GonzálezPALABRAS CLAVE: Nación, nacionalismo, narratividad, historiografía, imaginarios nacionales. Contamos historias porque, al fin y al cabo, las vidas humanas
El autor se refiere a la difícil relación que han mantenido las naciones surgidas de la matriz hispánica con la modernidad democrática y al itinerario intelectual seguido por sus categorías cívicas. Propone, en consecuencia discutir el legado político y cultural español, confrontando las versiones del liberalismo que se desarrollaron en cada orilla del Atlántico. Afirma que ha existido un desencuentro entre las corrientes del liberalismo hispánico que ha impedido percibir con claridad debida las dificultades compartidas en los procesos de construcción de las respectivas ciudadanías, y que ha sancionado un canon de modernización política que relego a la condición de periferia toda experiencia distinta de la anglo-francesa.
El artículo hace un recorrido histórico por las corrientes intelectuales que experimento España durante el proceso de transición a la democracia y las condiciones políticas e institucionales que les sirvieron de base. Sostiene que ese proceso tuvo como hilo conductor una mala interpretación de la política del consenso propuesta por Jurgen Habermas, que actuó como un velo sobre el pasado y no dio espacio a comisiones de la verdad, análisis retrospectivos ni saldos de cuentas políticas o morales con el pasado, bajo una especie de amnesia programada y una rápida despolitización de la sociedad postfranquista, que opaco la renovación del estudio de la filosofía en el ocaso del franquismo. Poco tiempo después, el uso indebido del consenso mostro sus consecuencias negativas y dejo ver una ausencia del sentido de justicia y de discernimiento histórico de la memoria colectiva. Considerando lo anterior, se propone la educación política como una cultura publica que aparta del aprendizaje desde el pasado pero con interés en el futuro, cuya promoción corresponda tanto a las instituciones de la sociedad civil y del Estado, como a las estructuras académicas y clases instruidas.
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