En las diversas denominaciones que se le han venido otorgando a nuestra región (América Latina, Latinoamérica y el…, Abya Yala, Nuestramérica), y en las proyecciones simbólicas que ellas comportan, la aprehensión de la entidad propia del Caribe ˗en sus proporciones prácticas˗ parece tornarse una empresa de inteligibilidad dificultosa: un bamboleo entre la suposición vedada y la ignorancia selectiva. ¿Apóstrofe conveniente? ¿Ítem anexo? ¿Elemento secundario? ¿Subespacio? ¿Subtiempo? ¿Subtítulo?Pensar lo caribeño ˗especialmente lo antillano˗ como parte del devenir continental es imprescindible y acuciante como demanda de justicia social y requerimiento histórico-político: el Caribe nos interpela con paciencia y, también, con desconfianza y sospecha.Como síntoma agudo presenta (a) Martinica; un territorio de ultramar de la república francesa, una prueba coetánea de los avatares y de la genética de la colonización en el flanco del orbe que nos convoca. Atender a ese cuadro clínico, a esa patología, precisa de un ejercicio de justipreciación de las gnoseologías caribeñas en sus propios términos, códigos, contextos y, claro está, narrativas. Porque, si hay honestidad en los proyectos de colectividad y unidad regionales, ha de romperse con el uso interesado y funcional se hace del Caribe como un epígrafe latinoamericano de la idea de la negritud.